Por
Juan Tapia*
*Juez
de Garantías de Mar del Plata.
Docente Universidad Nacional de Mar del Plata.
Magister Sistemas Penales Comparados y
Problemas Sociales (Universidad Barcelona y UNMdP).
Autor del libro “Intervenciones corporales en el
proceso penal”. www.criticapenal.blogspot.com
El debate en torno a la “Democratización de la Justicia ”, permite abrir
al menos cinco escenarios deliberativos, con sus respectivos frentes de
discusión.
1. El primero de ellos es la reconfiguración de
las relaciones de poder al interior de la propia estructura judicial. Si el
germen de “Justicia Legítima” fue la indignación de un vasto sector de quienes
integramos el Poder Judicial frente a una “Solicitada” que se hallaba
impregnada de hipocresía corporativa y de servilismo a grupos dominantes de
poder, el escalón inmediato es la consolidación de un espacio que dispute la
representatividad de los colegios de magistrados.
En este aspecto, lo novedoso de “Justicia Legítima”
no sólo es la propuesta de debate interno sobre el modo en que el sistema
judicial debería asumir su rol de actor político, comprometido con una agenda
de protección a los Derechos Humanos, sino fundamentalmente la forma en que esa
propuesta ha emergido: de abajo hacia arriba, subvirtiendo las voces cantantes
y robándole la iniciativa a las jerarquías.
Bergalli recuerda que el surgimiento de
movimientos asociativos de magistrados siempre ha sido cuestionado por el
pensamiento conservador de los sectores tradicionales de las clases judiciales.
El criminólogo identifica a las posiciones adoptadas por estas asociaciones en
los problemas que afectan la administración de justicia y su involucramiento en
cuestiones de tipo social y político, como los aspectos criticados por quienes
pretenden una actitud de sosiego de los jueces. Esa cosmovisión responde una
imagen del juez anclada en formas culturales que ya no se corresponden siquiera
con la necesidad de compromiso que la sociedad requiere de la jurisdicción, ni
mucho menos con la hermenéutica jurídica que permite interpretar y aplicar las
normas con perspectivas mas sensibles a los desajustes y conflictos sociales
sobre los que le toca decidir.
El desafío de “Justicia Legítima” es mayúsculo:
reafirmar un estado de asamblea permanente al interior del poder judicial. Y en
este punto, pareciera que en los últimos meses se han producido retrocesos en
la dinámica del movimiento. La toma de decisiones en forma aislada por parte de
un sector de Justicia Legítima cuanto menos abre la incógnita en torno al
devenir de un movimiento que nació bajo la impronta colectiva y horizontal. Aún
así, “Justicia Legítima” encuentra en su propia naturaleza anárquica y en su
articulación caótica el vector transformador de un estado de cosas
insostenible, y como tal mantendrá su vigor jacobino en la medida que reafirme
en forma constante un ideal inacabable.
2. El segundo frente de interés fue abierto por
el Poder Ejecutivo a partir de los seis proyectos de reforma puestos a consideración
del Congreso Nacional. No ingresaré aquí en discusiones en torno a si éste es
sólo el puntapié inicial de un proyecto transformador mas ambicioso o si se
trata de una oportunidad desperdiciada desde su génesis. Por lo pronto, es lo
que hoy existe en el plano concreto de la transformación legislativa, y lo que
vendrá dependerá de mantener viva en la agenda pública la llama de la reforma
judicial.
En todo caso, sí me interesa formular una
observación: si el filtro valorativo de una norma viene dado por la legitimidad
democrática de su amplia y plural discusión parlamentaria, es una mala señal la
celeridad con la que los proyectos han sido sancionados. Aún reconociendo la
incapacidad propositiva de la oposición, absurdamente unificada en un discurso apocalíptico
y carente de racionalidad, el oficialismo debió profundizar el debate con
organizaciones de la sociedad civil y con la ciudadanía en general, echando
mano de las propias herramientas que utilizó en otros debates emblemáticos: me
refiero a los foros públicos, abiertos a la participación comunitaria.
Sentado ello, hay que decir que ninguna de las
normas posee serias objeciones constitucionales. Por el contrario, existe un
consenso generalizado en que al menos tres de los proyectos implican elevar el
nivel de transparencia de uno de los poderes del Estado (publicación de
declaraciones juradas de funcionarios, ingresos y ascensos por concurso,
publicidad de las sentencias). Tal vez los núcleos más polémicos -reforma del
Consejo de la
Magistratura y limitación de medidas cautelares- dependerán
de casos concretos para evaluar su funcionamiento de acuerdo a estándares
constitucionales.
En cuanto al Consejo, a futuro debería avanzarse
en la regionalización de su estructura, atendiendo las realidades y necesidades
de los territorios más alejados del conglomerado porteño. Pero lo mas complejo
será perfeccionar los criterios de selección de jueces y fiscales, tanto en la
fijación de pautas objetivas de evaluación, como en la fundamentación de los
motivos de cada elección.
En cuanto a las medidas cautelares es
paradigmático que quienes se quejen de la posible restricción de derechos
oculten que en los últimos tiempos la herramienta procesal se ha desvirtuado,
tanto por el abuso de su empleo como un sello de goma automatizado, como por el
uso inverso que los jueces le han dispensado, favoreciendo a los sectores
hegemónicos de poder. Frente a este panorama, la necesidad de una regulación
estatal resultaba imperativa. Del mismo modo que un juez penal debe reevaluar
constantemente los parámetros de vigencia de una prisión preventiva, resulta
razonable imponer una obligación judicial de revisar cautelares
obligatoriamente cada un tiempo determinado. Finalmente, frente a casos que
impliquen la posible conculcación de derechos fundamentales, ningún juez
necesita una norma procesal regulatoria: basta acudir al plexo constitucional
para tornar operativa la garantía y estipular las condiciones de vigencia de un
derecho.
La pregunta en todo caso es si nuestro sistema
judicial está capacitado institucionalmente para proteger la constitución o si
su propia debilidad, pasividad e inercia contribuyen a desnaturalizar el modelo
de frenos y contrapesos delineado retóricamente.
3. El tercer aspecto a discutir es de qué hablamos
cuando hablamos de auténtica democratización del poder judicial. Eso nos obliga
a revisar la idea de democracia de la que partimos conceptualmente.
Para la concepción dominante, la idea de
democracia consiste únicamente en un método de formación de las decisiones
colectivas, es decir el conjunto de reglas que atribuyen al pueblo el poder de
asumir decisiones. A esta concepción formal o representativa de democracia,
pueden oponerse las ideas de democracia constitucional que introduce Ferrajoli
o de democracia deliberativa que han explorado en nuestro medio Carlos Nino y
Roberto Gargarella. Para el profesor italiano, no es verdad que el poder del
pueblo (o de la mayoría) sea la única fuente de legitimación de las decisiones
y por ello que sea ilimitado. Al contrario este poder es un poder jurídicamente
limitado, que no admite la existencia de poderes absolutos. Apunta Ferrajoli
que siempre es posible que con métodos democráticos se supriman los mismos
métodos democráticos, como el pluralismo político, la división de poderes y los
derechos políticos.
Por ello, presenta un modelo pluridimensional de
democracia, articulado en cuatro dimensiones: los derechos políticos, los
derechos civiles, los derechos de libertad y los derechos sociales. Los
primeros dos tipos de derechos sirven para fundar la legitimidad de las
decisiones en la esfera de la política y de la economía y por lo tanto la
dimensión formal, política y civil de la democracia. Los otros dos tipos de
derecho sirven para fundar la legitimidad de la sustancia de las decisiones, y
por tanto la dimensión sustancial, en negativo y en positivo de la
democracia-
La deliberación colectiva parte del principio
según el cual todos merecemos un igual respeto a la hora de tomar decisiones,
lo que excluye la posibilidad que alguien se arrogue el poder de tomar
decisiones sobre la vida de los demás. Ello implica profundizar un
procedimiento dialógico en búsqueda de alternativas que de otro modo
resultarían desconocidas, incluyendo en la distribución de la palabra a los
sectores sistemáticamente excluidos, favoreciendo la resolución por consenso en
vez de la imposición arbitraria de algún grupo.
Para comprender qué es eso del poder del pueblo
(o de los barrios), nos propone Mauro Benente partir de las nociones atenienses
de isonomía –igualdad ante la ley– e isegoría –igualdad de palabra.
Trasladado ello a la democratización del poder
judicial, como desafíos igualitarios aparecen en el horizonte inmediato la
supresión de los privilegios a quiénes no pagan impuestos a las ganancias,
amplificando de este modo la desigualdad ante la ley; y la sujeción de los
funcionarios a controles de gestión de su actividad, habitualmente camuflada
bajo la acumulación de expedientes.
Pero no se trata sólo de poner en igualdad ante
la ley a los funcionarios que integran el poder judicial, sino de profundizar
el derecho general a la igualdad de oportunidades para influenciar en el debate
público.
En el ámbito judicial, es preciso democratizar
la palabra en la reconstrucción de los hechos, lo que implica desterrar los
sistemas de enjuiciamiento inquisitivos y mixtos, con la consiguiente puerta
abierta a la arbitrariedad de los jueces. Estos esquemas deben reemplazarse
por procesos acusatorios que abran el
juego de ensayo y error a los restantes sujetos procesales y que contemplen la
incorporación de “amigos de los tribunales”, provenientes de grupos
desventajados, habitualmente silenciados, para formar parte en los procesos de
toma de decisión de casos colectivos.
Por otra parte, la democratización de la palabra
en el ámbito del poder judicial requiere hacer comprensible el lenguaje en que
se resuelven los pleitos. Al respecto, la sentencia por el homicidio de Mariano
Ferreyra constituye un buen ejemplo a imitar. Más allá del acierto o las
falencias de su contenido, lo que aquí nos interesa remarcar es la forma en que
se comunicó la decisión, mediante la explicación verbal de los fundamentos por
uno de los jueces, en un saludable esfuerzo pedagógico que evitó el lenguaje
cifrado y los tecnicismos jurídicos.
Finalmente, la democratización de la palabra
será plena cuando se logre la efectiva implementación de Juicios por Jurados en
todos los fueros, haciendo partícipe a la ciudadanía en la administración de
justicia, aún con los debates pendientes en torno a la motivación de sus
decisiones.
4. Como cuarta cuestión, aparece una temática
que parecería desconectada del contexto general de la discusión, pero que está
unida indisolublemente al debate central, al punto que si no se repara en ella,
los esfuerzos serán vanos. De lo que estamos hablando es de un problema
anterior a la intervención de los abogados como operadores judiciales; esto nos
traslada a repensar la forma en que se enseña el Derecho en nuestras
universidades.
En este sentido, debe remarcarse la ausencia de
una enseñanza crítica en el ámbito universitario, que repercute sobre la
formación de quienes integrarán los cuerpos de fiscales, defensores y jueces.
Voy a ejemplificar esta cuestión en mi área de conocimiento: el ámbito penal.
El panorama actual en este campo de conocimiento
oculta expresamente los datos empíricos de funcionamiento del aparato policial,
la agencia judicial y la estructura carcelaria. ¿La consecuencia? Consolidar
una enseñanza que termina por justificar a la autoridad cuando su ejercicio se
torna intolerable. Se trata entonces de una manera de enseñar el derecho
orientada a promover abogados con conocimientos “teóricos” por sobre las
posibilidades de reflexión crítica sobre las “concepciones científicas” y
especialmente sobre la indagación empírica de las consecuencias que conllevan
ciertas elaboraciones tecnocráticas. En definitiva: una forma de imponer el
Derecho como instrumento de legitimación del Poder.
Frente a ello deben rescatarse las nociones de
enseñanza clínica del Derecho promovida en la década del sesenta por la
izquierda norteamericana, bajo la premisa de sacar a los estudiantes del
contexto idealizado de la facultad de derecho y exponerlos a la vida en estado
crudo. En palabras de Duncan Kennedy, en el ámbito académico, los estudiantes
no tienen posibilidad alguna de entender cómo son en realidad las cosas,
corriendo peligro de ser absorbidos por una estructura conservadora y
profundamente inmoral de prestación de servicios jurídicos a favor de los ricos
y en contra de los pobres, disimulada con una falsa ética.
De la mano de ello se renovará la discusión
sobre el constitucionalismo progresista. Como explican Post y Siegel, la
ciudadanía se moviliza porque valora los ideales constitucionales, pero las
teorías académicas sobre la justificación del derecho no movilizan a la opinión
pública. Por el contrario, la
Nueva Derecha sí ha desarrollado un discurso constitucional
arraigado en imágenes de la familia, la religión y el control social. En
consecuencia, los progresistas tienen que poder expresar sus compromisos e
ideales en el lenguaje del derecho.
5. Dejamos para el final el quinto eje, por ser
el que configura la madre de todas las batallas. En el corazón del debate sobre
la Democratización
de la Justicia ,
sobrevuela una pregunta esencial: ¿qué modelo de juez es el que debe proponerse
en un programa reformador del sistema judicial?
Ese modelo de juez implica asumir un rol
proactivo en el resguardo de los derechos fundamentales, abandonando la visión
de jueces que resolvían casos aislados en forma individual. Es una concepción
de la magistratura en clave política.
Desde esta óptica, una sentencia implica un
ejercicio activista de la jurisdicción cuando, además de solucionarse el caso
concreto que es objeto del litigio, el juez se convierte en partícipe del
diálogo democrático al revisar judicialmente determinadas políticas, proponer
un cambio en la legislación o ampliar la nómina de derechos protegidos.
Las demandas al Estado por parte de la
ciudadanía plantean nuevos desafíos al Poder Judicial y exigen la articulación
de ideas y herramientas que permitan a los jueces interactuar en un rol
protagónico para la modificación de la realidad, especialmente para la
protección de los derechos de los sectores más vulnerables de la comunidad.
En ese contexto, no sólo la visión de la
jurisdicción como “la boca de la ley” ha quedado definitivamente atrás, sino
que la propia concepción del juez como sujeto del proceso que se limita a
resolver un conflicto entre partes desde su rol de tercero imparcial, ha sido
superada en la actualidad. En efecto, las lecciones que han aportado los casos
de litigio estratégico, las acciones judiciales colectivas destinadas a
modificar situaciones estructurales y los aportes derivados de diversos
pronunciamientos de la actual Corte Suprema de Justicia de la Nación , demandan un
ejercicio activista de la jurisdicción.
De este modo, en múltiples ocasiones el juez,
además de solucionar el caso concreto traído a su juzgamiento, debe enviar
señales innovadoras a los demás poderes, lo que implica una intervención
específica en políticas públicas.
En el ámbito de la justicia penal, los jueces no
sólo están bien situados para la revisión judicial de las políticas de
seguridad y penitenciarias, sino que pueden articular mecanismos con los demás
poderes para corregir situaciones que profundicen la violación de los derechos
fundamentales de las personas seleccionadas por el sistema penal.
Del mismo modo, mediante creatividad, consensos
y compromisos, es factible abordar de una manera diferente ciertos delitos
tipificados por el legislador. En ese
enfoque, las soluciones adoptadas en relación a los sujetos criminalizados
permitan no sólo evitar los efectos deletéreos de la sanción penal sino también
mejorar la calidad de vida de los sujetos socialmente excluidos. De lo que se
trata es de no reintegrarlos a la jungla callejera en idéntica situación de
vulnerabilidad, para que no sean presas fáciles de la arbitrariedad selectiva
de las fuerzas de seguridad.
En definitiva, sólo cabe acordar con Sousa
Santos en que “el Poder Judicial puede ser independiente en un sentido más
democrático y no corporativo no sólo cuando se asegure, al resolver un
conflicto, la ausencia de presiones de los poderes políticos, sino también
cuando –aun en contra de los intereses sectoriales de los diversos grupos de
presión que pugnan por mantener un statu quo desigual – asuma su
responsabilidad en el sistema democrático con un ‘desempeño más activo y
políticamente controvertible.”
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