Por Ileana Arduino*
*Abogada, Subsecretaria de articulación con los
Poderes Judiciales y los Ministerios Públicos del
Ministerio de Seguridad de la Nación ; a
utora del libro “La justicia penal: entre la impunidad y el cambio.”
“En todas las luchas sociales existe la lucha
por la “justicia” (…) esto es, contra su injusticia. Pero (…) más que pensar en
la lucha social en términos de “justicia” hay que hacer hincapié en la justicia
desde la perspectiva de la lucha social”
Frente a la heterogeneidad de los proyectos
presentados por el Gobierno nacional para la reforma de la justicia- no sólo
por la diversidad de temas sino por su profundidad - resultó interesante ver cómo los sectores que
antagonizaron con la propuesta reaccionaron apoyándose centralmente en
formulaciones jurídicas y, en tanto tales, pretendidamente apolíticas. Esa operación intelectual que supone
neutralidad total es una característica ausente en el poder judicial, es un discurso
de extrema funcionalidad - precisamente política- que arrastramos desde el
siglo XVIII y que ha estado al servicio de consolidar las estructuras de poder
tal como las conocemos. Al fin y al cabo confiscar la administración de los
conflictos fue vital para la conformación de los Estados. La independencia
judicial así postulada se pregona como garantía última de la república y la
democracia aunque, paradójicamente, se haya cimentado en una alimentada
distancia de toda forma de publicidad y de cualquier atisbo de soberanía
popular .
En esta ocasión, estos sectores han subestimado
que en estos diez años la lucha política cuenta con actores más esclarecidos
respecto de cuánto cuesta construir poder popular, fortaleciéndose la idea de
que aquello que no se vincula con formas de
participación democrática debe ser cuestionado en su legitimidad.
Adicionalmente, las distintas tensiones en danza, han vuelto inverosímil la
versión maniquea de que el Estado es siempre quien está en mejor posición
cuando se trata de disputas de poder. Si algo hay de ganancia en estos diez
años es que como nunca antes se
transparentó el carácter
descentrado del poder y la posibilidad de que también un gobierno pueda
ser un sujeto en situación de debilidad frente a unos pocos muy poderosos.
El conflicto por la Ley de Medios mostró con una
contundencia inusual al sistema judicial como lo que es, un escenario de
disputas políticas, que tomó partido no sólo a través de los silencios
concretos frente al caso de varios jueces, sino también a través de una
sostenida ignorancia del reclamo social que se había materializado en
movilizaciones hasta las propias puertas de los Tribunales. Cuando fue puesta
en evidencia su capacidad extorsiva –con la licencia poética de innegable
fuerza política de llamarlos “fierros judiciales”– la corporación entendió el
mensaje y salió corriendo a refugiarse repitiendo como un mantra sus habituales
dogmas acerca de la independencia y el equilibrio de poderes.
Como respuesta, afortunadamente aparecieron
fisuras en el tono monocorde de siempre, cedió en su apariencia monolítica el propio
espacio judicial y se reposicionaron sus
actores, que además de remarcar la
mendacidad con que las representaciones tradicionales identificaban factores de
poder amenazantes, se diferenciaron poniendo en valor la necesidad de romper el aislamiento histórico
de la justicia respecto del pueblo. Así, politización mediante, se rompió por
primera vez el falso universalismo de “jueces” o “judiciales”. Bien podemos preguntarnos aquí lo que otros
se han preguntado hace años: ¿En nombre de qué cabría esperar que el derecho –
ganado para todos con tanto esfuerzo – a ver, proyectar y hacer la realidad de
un modo distinto con medios legítimos, hubiera de detenerse en una sociedad
democrática a las puertas del Palacio de Justicia?
El nuevo mecanismo de selección y la
diversificación en la representación en el Consejo acortan la brecha entre
centros de poder y soberanía popular, nos obliga a pensar en una categoría de
independencia para estos tiempos, que se construya sobre prácticas efectivas y
no sobre dogmas que han estado operando al servicio de la simulación de una
politización tan indiscutible como inconfesable . El desafío es llenar de
contenido esta lucha que se abre para no hacernos trampa y terminar felicitándonos
por el ensanchamiento de la base de legitimación democrática mientras vemos
cómo se reproduce sin mutaciones un sistema de justicia tal y como existe hoy.
Si agotáramos el esfuerzo en el cambio de jugadores, toma cuerpo el riesgo de
caer en una visión moralista que reduce todo a la importancia de tener “buenos
hombres y mujeres judiciales”; la inercia de las viejas estructuras y
relaciones de poder, agradecidas,
seguirán corriendo con amplia ventaja.
¿Quién controla a la policía? Tomándose la
independencia judicial en serio.
Seguramente muchos son los temas llamados a
sostener este proceso. Pero un par complementario urgente de legitimación
sustancial y funcional a un concepto
democrático de independencia para este primer paso debería ser el control de la
policía. Controlar las tendencias criminales del poder de policía, en un
sentido amplio, guarda una relación directa con la democratización de la
justicia. Tan es así que cuando irrumpe una práctica judicial disruptiva que
pretende controlar eso, los reflejos ancestrales del poder político en algunas
de sus representaciones reaccionan sin disimulos. Urgen transformaciones de las
reglas de juego en ese campo para que no todo quede librado a la vocación
punitiva del gobierno de turno .
Ese nivel de tolerancia con la práctica
policial tiene como reverso el
funcionamiento de las estrategias de persecución penal frente a las grandes
formas de criminalidad organizada: la ausencia de diagnósticos sobre el
problema y de reorganización de los recursos disponibles frente a las
dimensiones empresariales del delito, trasnacional y organizado, supone la
persistencia de un sistema judicial concentrado en la persecución a la que le
resulta fácil seguir en modo automático, marcada por el designio policial, total los cuerpos siempre son de otros .
El verdadero daño a una independencia judicial
al servicio de la tutela de las libertades populares está dado por una realidad
cotidiana en la que el sistema de justicia refrenda de forma predominantemente
acrítica la política criminal que fijan las agencias policiales, omitiendo su
función de control . Hoy vemos a diario a la corporación judicial autodefinida
independiente, en abstracto, sustentando el abuso de poder y convalidando antes
que controlando.
Opongamos nuestra fuerza organizada. “Más
justicia, menos policía” bien podría funcionar como una meta política
orientadora para construir independencia, un horizonte que nos posicione en un
programa de transformaciones de indiscutible necesidad y nos sustraiga de los
riesgos de la hipocresía siempre acechante de los debates ancestralmente
cooptados por la corporación jurídica.
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