LA GRIETA Nro 8

MAYO 2013

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SOBRE LA REFORMA JUDICIAL Y LA DISTRIBUCION DEL PODER EN LA ARGENTINA



Por Ileana Arduino*

*Abogada, Subsecretaria de articulación con los 
Poderes Judiciales y los Ministerios Públicos del 
Ministerio de Seguridad de la Nación; a
utora del libro “La justicia penal: entre la impunidad y el cambio.”


“En todas las luchas sociales existe la lucha por la “justicia” (…) esto es, contra su injusticia. Pero (…) más que pensar en la lucha social en términos de “justicia” hay que hacer hincapié en la justicia desde la  perspectiva de la lucha social”

Frente a la heterogeneidad de los proyectos presentados por el Gobierno nacional para la reforma de la justicia- no sólo por la diversidad de temas sino por su profundidad -  resultó interesante ver cómo los sectores que antagonizaron con la propuesta reaccionaron apoyándose centralmente en formulaciones jurídicas y, en tanto tales, pretendidamente apolíticas.  Esa operación intelectual que supone neutralidad total es una característica ausente en el poder judicial, es un discurso de extrema funcionalidad - precisamente política- que arrastramos desde el siglo XVIII y que ha estado al servicio de consolidar las estructuras de poder tal como las conocemos. Al fin y al cabo confiscar la administración de los conflictos fue vital para la conformación de los Estados. La independencia judicial así postulada se pregona como garantía última de la república y la democracia aunque, paradójicamente, se haya cimentado en una alimentada distancia de toda forma de publicidad y de cualquier atisbo de soberanía popular .

En esta ocasión, estos sectores han subestimado que en estos diez años la lucha política cuenta con actores más esclarecidos respecto de cuánto cuesta construir poder popular, fortaleciéndose la idea de que aquello que no se vincula con formas de  participación democrática debe ser cuestionado en su legitimidad. Adicionalmente, las distintas tensiones en danza, han vuelto inverosímil la versión maniquea de que el Estado es siempre quien está en mejor posición cuando se trata de disputas de poder. Si algo hay de ganancia en estos diez años es que como nunca antes se  transparentó el carácter  descentrado del poder y la posibilidad de que también un gobierno pueda ser un sujeto en situación de debilidad frente a unos pocos muy poderosos.

El conflicto por la Ley de Medios mostró con una contundencia inusual al sistema judicial como lo que es, un escenario de disputas políticas, que tomó partido no sólo a través de los silencios concretos frente al caso de varios jueces, sino también a través de una sostenida ignorancia del reclamo social que se había materializado en movilizaciones hasta las propias puertas de los Tribunales. Cuando fue puesta en evidencia su capacidad extorsiva –con la licencia poética de innegable fuerza política de llamarlos “fierros judiciales”– la corporación entendió el mensaje y salió corriendo a refugiarse repitiendo como un mantra sus habituales dogmas acerca de la independencia y el equilibrio de poderes.

Como respuesta, afortunadamente aparecieron fisuras en el tono monocorde de siempre,  cedió en su apariencia monolítica el propio espacio judicial  y se reposicionaron sus actores, que además de remarcar  la mendacidad con que las representaciones tradicionales identificaban factores de poder amenazantes, se diferenciaron poniendo en valor la  necesidad de romper el aislamiento histórico de la justicia respecto del pueblo. Así, politización mediante, se rompió por primera vez el falso universalismo de “jueces” o “judiciales”.   Bien podemos preguntarnos aquí lo que otros se han preguntado hace años: ¿En nombre de qué cabría esperar que el derecho – ganado para todos con tanto esfuerzo – a ver, proyectar y hacer la realidad de un modo distinto con medios legítimos, hubiera de detenerse en una sociedad democrática a las puertas del Palacio de Justicia? 

El nuevo mecanismo de selección y la diversificación en la representación en el Consejo acortan la brecha entre centros de poder y soberanía popular, nos obliga a pensar en una categoría de independencia para estos tiempos, que se construya sobre prácticas efectivas y no sobre dogmas que han estado operando al servicio de la simulación de una politización tan indiscutible como inconfesable . El desafío es llenar de contenido esta lucha que se abre para no hacernos trampa y terminar felicitándonos por el ensanchamiento de la base de legitimación democrática mientras vemos cómo se reproduce sin mutaciones un sistema de justicia tal y como existe hoy. Si agotáramos el esfuerzo en el cambio de jugadores, toma cuerpo el riesgo de caer en una visión moralista que reduce todo a la importancia de tener “buenos hombres y mujeres judiciales”; la inercia de las viejas estructuras y relaciones de poder, agradecidas,  seguirán corriendo con amplia ventaja.

¿Quién controla a la policía? Tomándose la independencia judicial en serio.

Seguramente muchos son los temas llamados a sostener este proceso. Pero un par complementario urgente de legitimación sustancial  y funcional a un concepto democrático de independencia para este primer paso debería ser el control de la policía. Controlar las tendencias criminales del poder de policía, en un sentido amplio, guarda una relación directa con la democratización de la justicia. Tan es así que cuando irrumpe una práctica judicial disruptiva que pretende controlar eso, los reflejos ancestrales del poder político en algunas de sus representaciones reaccionan sin disimulos. Urgen transformaciones de las reglas de juego en ese campo para que no todo quede librado a la vocación punitiva del gobierno de turno . 

Ese nivel de tolerancia con la práctica policial  tiene como reverso el funcionamiento de las estrategias de persecución penal frente a las grandes formas de criminalidad organizada: la ausencia de diagnósticos sobre el problema y de reorganización de los recursos disponibles frente a las dimensiones empresariales del delito, trasnacional y organizado, supone la persistencia de un sistema judicial concentrado en la persecución a la que le resulta fácil seguir en modo automático, marcada por el designio policial,  total los cuerpos siempre son de otros .

El verdadero daño a una independencia judicial al servicio de la tutela de las libertades populares está dado por una realidad cotidiana en la que el sistema de justicia refrenda de forma predominantemente acrítica la política criminal que fijan las agencias policiales, omitiendo su función de control . Hoy vemos a diario a la corporación judicial autodefinida independiente, en abstracto, sustentando el abuso de poder y convalidando antes que controlando.

Opongamos nuestra fuerza organizada. “Más justicia, menos policía” bien podría funcionar como una meta política orientadora para construir independencia, un horizonte que nos posicione en un programa de transformaciones de indiscutible necesidad y nos sustraiga de los riesgos de la hipocresía siempre acechante de los debates ancestralmente cooptados por la corporación jurídica.


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