Por
Mariano H. Gutiérrez*
*Abogado
y profesor de criminología y derecho penal en la
compilador de “Políticas de seguridad” y
“
Populismo punitivo y justicia expresiva”.
Presupuestos
y puntos de partida.
Vamos a comenzar por hacer explícitas algunos
puntos de partida y tomas de postura por parte del autor, a los efectos de
evitar que, por quedar implícitas, se conviertan en acusaciones. Acusaciones y
recusaciones que parecieran deslegitimar al argumento. Entonces debo aclarar
que (1) desconfío del discurso del “republicanismo” cuando en realidad encubre
privilegios, encubre pactos de familias poderosas, y significa no dar entidad
ni espacio ni relevancia al total, o a los sectores populares o vulnerables; (2)
desconfío del discurso de la “institucionalidad” cuando significa prestar más
atención a las formas que a la sustancia o al contenido, cuando parece indicar
que sólo se necesitan buenas instituciones para que los hombres vivan (más aún
en su versión mercantilista: sólo se necesitan reglas claras de mercado para
que la sociedad se desarrolle, pero también en la versión que supone que basta
la república para que haya democracia); (3) desconfío del discurso de la
política “anti-populista” cuando trae bajo el poncho, recetas “tecnocráticas”
cuando supone la razón de unos pocos lúcidos o elegidos; y por tanto también
desconfío del discurso de la antipolítica que supone que en las “instituciones”
no hay o no debe haber política: la política en una sociedad compleja y que se
sostiene en la interacción subjetiva, está en todos lados: es la estrategia, es
el orden grupal, es la manifestación de la libertad colectiva.
Cuestión
de actitud
Habiendo trabajado adentro y trabajando ahora
frente al sistema judicial (abarcaré así al Poder Judicial propiamente dicho y
a las instituciones que lo flanquean: ministerios públicos fiscal y de defensa,
por ejemplo), tengo ya formada una idea de cómo trabaja. Idea que surge de una
larga experiencia. En efecto el poder judicial trabaja como si no le importara
la gente del otro lado del mostrador, que es aquella para la que se supone que
trabaja. El sistema judicial, en la cara visible de sus empleados y
funcionarios la maltrata. Le quiere ocultar la “causa”. Le habla en una jerga que
no comprende. Y si atenderla le demanda más de veinte segundos la exige
presentarse con un abogado particular y por escrito. Esto aunque sea visible
que a esa persona le resultara muy difícil contar con ese abogado particular
porque es pobre, y aunque, en realidad, le insuma mucho más tiempo responder
una nota escrita de un abogado que tratar de explicar en lenguaje llano a una
persona que está en su mesa de entradas. Quien atiende suele ser arrogante,
incluso con los abogados, aunque no entienda de derecho (pero aún si lo fuera,
no hay razón para serlo). Muchas de las resoluciones del juez son inexplicables
e inexplicadas. Nadie se toma el tiempo de explicarle como funcionan las cosas
a quien aún no lo sabe. Incluso, jueces y funcionarios tampoco saben bien
porque hacen muchas de las cosas que hacen: no están escritas en ningún lado,
sólo se hacen así, porque cuando ellos eran empleados aprendieron a hacerla
así: por tradición. La misma tradición que garantiza que muchas de esas
prácticas y lenguajes sean crípticos, inentendibles para el de afuera. Muchas
veces tampoco los abogados entendemos por qué un juez o fiscal hace lo que hace
o resuelve como resuelve. Y por lo general la actitud de respuesta frente a un
pedido de explicaciones es el desprecio o la evasiva, o la mezcla de ambas.
A nivel de su producción jurídica la justicia es
lenta, lentísima. Tampoco hay razones en la letra de las leyes para ser tan
lenta. Por el contrario, las leyes quieren acelerarla, indican todo el tiempo,
que debe ser rápida y a hasta, a veces, indican sanciones para la lentitud
(nunca aplicadas). Pero siempre fue lenta y los funcionarios aprendieron a
manejarse lentamente. Todo tarda muchos días, o meses o años. Y como las
expectativas del justiciable importan poco y nada, tampoco hay tanta razón para
apurarse. A nivel ideológico, la gran mayoría de los magistrados tiene una
visión conservadora de la sociedad: hay ricos que se merecen ser ricos y hay
pobres que se merecen ser pobres, y eso explica la mayor parte de las cosas. Puede
ocurrir algún caso que no se lo merezca, algún caso que deba corregirse, pero
en general es así. Por lo tanto, eso se ve en sus fallos. La libertad, o el
patrimonio, o el bienestar del rico se cuidan, los del pobre… bueno… por algo
es pobre, además ya se acostumbró así, a no tener, a bancársela sin nada.
Siempre, hay que decirlo, en todos los fueros,
en todos los departamentos, hay excepciones, hay jueces, o fiscales, o
defensores o secretarios, o empleados, que van a contracorriente. Son casi
héroes, luchan en soledad. Pero no cambian el gran cuadro de situación que
antes describimos. Son tan pocos, que todos sabemos quiénes son, con nombre
propio.
Sobre la
política en el poder judicial.
Estas prácticas, incluso el desprecio por el que
está afuera y por el que está abajo, por el que no entiende lo se le dice, el
letargo para resolver sobre intereses ajenos, se aprenden. Son prácticas y se
aprenden en la práctica. Son conductas y formas de ver y pensar que se van
asimilando a medida que los empleados van siendo cada vez más exitosamente
integrados al sistema judicial. A medida que aprender la forma de hacer las
cosas es premiada, y por tanto la misma posición de uno comienza a necesitar
continuar con esa forma de hacer las cosas.
La forma en que se manejan y estructuran los
nombramientos y ascensos en la carrera judicial es una de las claves para las
perversiones de todo el sistema judicial, y al mismo tiempo, es la forma normal
de su autorreproducción. Cuando una persona ingresa por primera vez al poder judicial,
esto ocurre porque es conocido de alguien que le ha pedido a un juez o a un
magistrado de cualquier clase, por esta persona. Este novicio, que por lo
general entra en el cargo más bajo, queda en deuda de gratitud con aquel
magistrado que ha gestionado su ingreso y con aquel que lo ha aceptado en su
grupo de trabajo (no siempre es el mismo). Si responde satisfactoriamente a las
expectativas que han depositado en él estos magistrados, esto es, si trabaja y
se comporta como los magistrados esperan que lo haga, se ganará un “derecho” a
ser ascendido gradualmente. Se dice, entonces, que aquel que lo promueve, lo
“apadrina”. Todo empleado necesita un padrino para ascender. Y lejos de hacerse
más flexible o laxo este requisito se hace cada vez más duro mientras más alto
se está en esta “carrera” organizada verticalmente de abajo hacia arriba. Tanto
que un secretario (el cargo más alto antes de ser magistrado y muy influyente
en cómo se comporta el grupo de trabajo), ya deberá contar con referentes y
padrinos más fuertes si aspira a ser juez. Deberá saber que ahora juega un
juego más intenso de acumulación y generación de deudas de gratitud. Ya está
catalogado, y por tanto forma parte de alguna de las dos o tres líneas
políticas identificables en ese departamento judicial. Es buen candidato porque
es leal. Puede no entender mucho de derecho (si entiende, mejor), puede no ser
el más eficiente (si lo es, mejor), pero entiende las reglas del juego judicial
porque es leal con sus padrinos, y es leal porque entiende las reglas del juego
judicial.
Estas enseñanzas prácticas están garantizadas,
finalmente, por la estructura de organización de todo juzgado, fiscalía o
defensoría: como una unidad militar: donde hay un general a cargo, oficiales y
suboficiales. El general puede administrar sanciones y premios, siempre con la
amenaza o el premio del nombramiento como la base de su poder. Estructura
estrictamente verticalmente, en grados, que implican distancia, diferencia de
poder, que se reflejan y solidifican en un código de títulos nobiliarios
artificiales y modales coloniales. Los empleados le pertenecen al juez, él
puede hacer con ellos lo que quiere, y por eso tiene garantizado que terminarán
incorporando como propia su forma de trabajo.
La
permeabilidad
Esto ha sido así desde hace largo tiempo. Hace
tiempo también, que se achaca la opacidad y verticalidad del Poder Judicial, a
su endogamia, a ser el coto político de unas pocas familias poderosas o de
prestigio. Fue justamente para atacar este sistema endogámico y autorreproductivo
(y por tanto opaco y conservador) que desde 1994 en la Nación y desde entonces en
muchas de las provincias se han creado los Consejos de las Magistraturas. En
el, se supone, se ven representados todas las fuerzas que deben intervenir en
la decisión de nombrar a un magistrado. Y así se transparenta el criterio de
selección.
En sus efectos prácticos, y en la mayoría de los
casos (salvo honrosas excepciones), esto de ninguna manera ha significado mayor
transparencia ni mejor criterio. El procedimiento es lo suficientemente
complejo para que aquí que no está interesado directamente no lo entienda. Las
evaluaciones son secretas, o arbitrarias pero inapelables. Todo consejo está
diseñado para que la mayoría de sus miembros sea designados por los partidos
políticos, preferentemente los que en ese momento están a cargo del gobierno y
tienen mayoría legislativa. En definitiva, no hay ni más transparencia ni más
meritocracia, sino más política partidaria. La creación de los Consejos sirvió
para estabilizar al mercado político de la magistratura. Para repartir los
poderes de acuerdo a lo que los partidos o ciertos referentes (que pueden
aparecer pivoteando en distintos partidos) lograran en las elecciones
generales, en los colegios, en las uniones de magistrados, en el poder
judicial. Los consejos son una arena donde se resuelven y negocian los
nombramientos, para poder ingresarlas pacíficamente al resto de las
negociaciones partidarias: se puede canjear, por ejemplo, el nombramiento de un
juez por la sanción de una ley. Los Consejos, entonces, es verdad, abrieron
esos muros de la “Familia Judicial”, pero lejos de abolir el sistema perverso
de padrinazgo y deuda de lealtad, la favorecieron, y la insertaron directamente
en la lógica política externa, la que se hace visible en los partidos. Es
decir, se refuerza y garantiza que los magistrados son quien más deben, y
quienes más internalizada tienen o deben tener la cláusula de lealtad, de
previsibilidad, de conocer la reglas del juego. Mientras más asciende el
magistrado, tiene más poder, pero menos libertad. Mientras más padrino se es,
más apadrinado también.
Y que quede claro que no se trata aquí de
demonizar a los partidos políticos. Los partidos son la expresión que asumen en
el sistema electoral los otros poderes fácticos. Lobbies de empresas, fuerzas
de seguridad, corporaciones, la iglesia... toda estructura de poder llega e
influye en los partidos, pues a fin de cuentas están para eso, para organizar
los factores de poder respecto de su relación con el gobierno. Repetimos,
entonces, no se trata de ver en los partidos políticos una lógica perversa, se
trata de pensar si la misma lógica
política que es legítima en la política partidaria es la conveniente o deseable
para el sistema de justicia. Si se quiere evaluar esta conexión en términos de
“independencia judicial” (término tramposo), nunca estuvo más interpenetrado el
sistema judicial por las instituciones de la política no propiamente judicial.
Y uno de los problemas que esto acarrea es que mientras más se valore la
lealtad al referente o padrino como cualidad para la magistratura, más se
desplaza la idoneidad jurídica como requisito determinante… si es que alguna
vez lo fue… En definitiva, en muchos circuitos judiciales (como la provincia de
Buenos Aires) se hace cada vez más visible -denunciado desde adentro y desde
afuera- la mala calidad de los funcionarios que se han designado los últimos
años, poca idoneidad jurídica, poco conocimiento del oficio, poca
independencia, poco poder propio y poco criterio. No es un secreto que esto
esté ocurriendo. ¿Pero esto, acaso los ha acercado a brindar un servicio de
justicia más cercano al pueblo? ¿menos opaco, o siquiera más eficiente y
rápido, más entendible en sus resoluciones? Todo lo contrario, el nivel de violencia
implícita en la relación entre el judicial y el público, el desprecio en el
trato, la inentendibilidad del resultado, es cada vez peor.
Lo dicho antes sirve para distinguir el problema
persistente y antiguo, de la opacidad, arrogancia y desprecio judicial, con el
más reciente de una virulenta lucha política judicial que en gran medida
refleja y se nutre con/de las luchas políticas “exteriores” (aunque el término
pierda, paulatinamente sentido y vigencia). En segundo problema vino a empeorar
al primero, no a compensarlo.
¿La
democratización o la partidización de la justicia?
Los abogados nos engañamos y nos dejamos engañar
fácilmente. Sobre todo aquellos que no hacen carrera lucrando contra el
prójimo, sino a partir de sus convicciones éticas y de sus ideales (los cuales
abundan en las academias, y esto no es una ironía). Tendemos a perseguir las
formas bellas. Y así fabricamos o compramos toda clase de quimeras. Y aunque
nos choquemos con la realidad no queremos negarlas. Si una idea es más bella en
su forma (más democrática, más garantista), la defenderemos aunque aplicada
produzca horrores y esperpentos (más presos, más crueldad).
La quimera que hoy comienza a circular supone
que una forma democratizar este sistema, que acabamos de repudiar, es mediante
el voto universal de los miembros del Consejo de la Magistratura. La
idea tiene todos los atributos para enamorarnos: el poder judicial no es
democrático y así lo sería. Quien elige a los jueces rendiría cuenta de sus
decisiones. Y entonces el poder judicial representaría al pueblo.
Fue justamente el argumento de la
democratización el que impulsó esas maquinarias de lobby llamadas Consejos de la Magistratura. Entonces
¿cómo pensamos que será el funcionamiento real de estos consejeros? ¿Qué harán,
cómo decidirán quiénes serán jueces? ¿Quiénes podrán candidatearse? Aún si esta
elección universal no estuviera ligada a las elecciones presidenciales y
legislativas, algo de experiencia y algo de pesimismo me hacen creer que
estarán en mejores condiciones de ganar quienes tengan experiencia electoral,
quienes cuenten con un aparato político fuerte o con fuerte mecanismos de
financiación para su campaña. Creo que ayudará a un candidato prometer lo que
se cree que la gente quiere escuchar en ese momento, y no tanto defender las
garantías o un saber jurídico tal o cual. Que la independencia de criterio será
un lastre y una desventaja. En definitiva que los partidos, o las fuerzas
electorales, como canales de expresión de las fuerzas fácticas, controlarán
pronto el panorama, con su lógica de enfrentamiento y negociación, obedeciendo, no a los interese
populares, ni a un mejor saber jurídico si es que lo hay, sino como en todos
los partidos, a un número de factores de poder que no pueden ser nombrados, que
no pueden aparecer. Y si esto ya sería así en elecciones universales, ¿qué
sería en esas mismas elecciones cuando la elección de consejeros van a una
boleta partidaria atada a la presidencia y la legislativa? Pero, dicen muchos progresistas de buena fe,
si la lección de los magistrados ya es política, esto está bien, no sería más
que blanquearlo. La elección de los jueces ES, en efecto política. Porque la
política está en todos lados. Un determinado saber jurídico que forma a un
abogado y a un jurista, también es político, está cargado de ideología. En la
academia, también hay política, informal y partidaria. En los colegios de
abogados, también hay política. En las uniones, las asociaciones. ¿Acaso no hay
política en todos lados? Justamente, entregar el Consejo directamente al
partido político ganador es monopolizar la política que en este momento se
reproduce, emerge y aparece en tantos espacios distintos. Y en cada espacio con
sus propias reglas. Por ejemplo: por supuesto que los partidos nacionales
tienen su representación en partidos universitarios. Pero no es lo mismo, sus
representantes son otros, y deben presentar sus planteos con una formación
jurídica respetable. No pueden decir, ni hacer cualquier cosa, ni pueden decir
y hacer todas las cosas que Así, un candidato académico elegido por la
academia, sin dejar de ser partidario, deberá ser alguien más o menos
prestigioso, un abogado o jurista que pueda dar cuenta de representar bien a su
electorado, de saber algo de derecho, de reconocer la cualidad jurídica de un
profesor o de un juez, aunque no esté en su mismo partido; su electorado
será más exigente jurídicamente, porque
es un electorado especializado en derecho, que el votante universal, y porque
el estudiante o el profesor valorará en ese candidato, no sólo su adscripción
política sino otras capacidades. El
mismo ejercicio podríamos hacer respecto de cada espacio: el Colegio, el
gremio, la unión. En todos ellos hay política partidaria, pero también hay algo
más, hay un capital específico que sólo se valora y sólo vale en ese espacio.
Pluralizar, entonces, aquí sería ampliar la participación de los partidos. O
mejor de cada expresión partidaria en cada espacio, y no de una sola. Así como
de un juez no pretendemos que sea solamente democrático o que represente a un
partido, sino que además de democrático sea, transparente, que sepa derecho,
eficiente, etc.
Claro que la política partidaria (la nacional y
la de cada espacio) no trabaja únicamente en los cargos electivos. Se compone
de una gran mayoría de trabajo secreto de negociación, financiamiento y control
de territorio que hacen cuadros de perfil bajo, poco conocido por los
electores. Los partidos políticos, es necesario repetirlo, son necesarios para
la democracia. Pero no suficientes. Y transan y se componen de muchas otras
cosas que no son democracia. Liberar el nombramiento de jueces a funcionarios
electivos no es ni la única ni la mejor forma de democratizar verdaderamente la
“justicia” (o mejor, el sistema judicial). También debe haber un sistema de concursos
cuyo resultado sea determinante para el nombramiento. Seguramente acá habrá
también política: en la forma de evaluar, en la forma de establecer el
mecanismo de concurso, en la valoración de los antecedentes e incluso, de cómo
resuelva un caso práctico del examen. Pero será otra razón política, que
garantizará otras cosas necesarias para tener buenos jueces, además de que sean
democráticos.
La partidización definitiva del Consejo de la Magistratura de
hecho, cambiaría poco y nada, y tal vez hasta agravaría la crisis que trajo la
llegada de funcionarios más apegados a los códigos de la política partidaria
que al estudio y discusión del derecho (como ya vimos ha ocurrido en la Provincia de Buenos
Aires).
Si la intención verdadera fuera democratizar la
justicia, mucho más efectivo sería garantizar exámenes, públicos, limpios y
transparentes, tanto en su convocatoria como en su evaluación, hacer públicas
las negociaciones y los criterios por los cuales se elige un candidato por
sobre otro, garantizar que se respecte una orden de mérito, y romper con la
cadena de dependencia que asegura la institución del padrinazgo, darle un
estatuto al empleado judicial que lo libere del yugo de su magistrado, que lo
convierta en un empleado profesional de una planta que vaya más allá del
pequeño reino del Juez, y que también tenga reglas claras de ingreso y ascenso
(esta iniciativa, poco discutida y que considero la más central de todas,
también está en el paquete de leyes que se han sancionado, pero también con
algunas pequeñas “trampas”).
El voto para conformar el Consejo debe ampliarse
sí, pero justamente no monopolizándolo. Deben recuperarse las voces de los
actores con su propio color. La voz y los votos de la academia en tanto tal (no
sólo de algún académico que responda al partido); principalmente por el voto de
sus estudiantes, en general los actores más críticos y más activos del sistema
(los que aún menos homologaron los intereses profesionales o partidarios a los
suyos propios). La voz y el voto de los empleados judiciales (no sólo de los
magistrados), en tanto empleados judiciales. La voz y el voto de los partidos,
en su propia lógica.
Finalmente, todo esto no tiene sentido si no se
rompe la estructura del padrinazgo y la deuda, la que garantiza que las cosas siempre
se van a hacer según siempre se han hecho, según el Juez enseñe. Así cómo un
estudiante entusiasta es la mejor vara para distinguir buenos y malos
profesores, buenas y malas producciones jurídicas, libros, enseñanza, y
también, profesores más democráticos y menos democráticos; un empleado
independiente es la mejor garantía del cambio cultural, de que el juez no podrá
hacer cualquier cosa, y deberá “apegarse a derecho” (sí, sí, aún cómo entienda
él el derecho, no carente de ideología), incluso de las prácticas más
democráticas o menos democráticas de sus jueces.
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